El actual DSM-5 engloba el Trastorno del Espectro del Autismo (TEA) dentro de los Trastornos del neurodesarrollo, incluido en el grupo de las afecciones con inicio en el período del desarrollo.
Según esta clasificación “el trastorno del espectro autista se caracteriza por déficits persistentes en la comunicación social y la interacción social en múltiples contextos, incluidos los déficits de la reciprocidad social, los comportamientos comunicativos no verbales usados para la interacción social y las habilidades para desarrollar, mantener y entender las relaciones.”
Además, este diagnóstico requiere la presencia de comportamientos, intereses o actividades de tipo restrictivo o repetitivo.
Considerar el Trastorno del Espectro Autista como un continuo o como un conjunto de dimensiones alteradas, más que como un categoría que defina un modo de ser, nos ayuda a entender que, a pesar de las importantes diferencias que existen entre las personas con autismo, todos ellos presentan alteraciones en mayor o menor grado en una serie de aspectos o dimensiones.
El proceso de valoración diagnóstica es iniciado por el/la pediatra con la derivación a la Unidad de Neuropediatría con el fin de realizar un estudio neurológico y orientar los estudios genéticos pertinentes. Esta Unidad deriva el caso al Centro de Salud Mental Infanto-juvenil (CSMIJ) para completar diagnóstico clínico.
En el centro educativo se deberá llevar a cabo una evaluación psicopedagógica lo más completa y específica posible para poder identificar los puntos fuertes y débiles de este alumnado y así ajustar la respuesta educativa, diseñar el entorno con la estructuración adecuada, priorizar los objetivos curriculares y determinar los apoyos materiales y /o personales que precisa.
A continuación se incluyen en una tabla algunas de las pruebas y escalas de desarrollo más utilizadas en el ámbito clínico y escolar.